2020: La pandemia y mis putos 30.
No quisiera terminar el año sin hacer mi balance anual de los
últimos doce meses, aunque supongo que debo comenzar diciendo que el 2020 ha sido una
etapa difícil para todos, por decirlo delicadamente. El consuelo de tontos que
nos queda es que, al menos, lo hemos sufrido parejo; es decir, literalmente,
todo mundo la ha pasado mal, aunque algunos la hemos pasado peor que otros…
Un momento, esta es justo la razón por la que he recomenzado
a escribir estas líneas más de cinco veces, que no quiero que esto se convierta
en un recuento de mi miseria y regodearme en un charco de bilis y
autocompasión. Porque aunque mi año ha estado lleno de mierdas y golpes bajos y
la mayor parte del tiempo he sido un sube y baja emocional y he sido
diagnosticado con un enfermedad crónico – degenerativa (aunque luego no), y he
estado hospitalizado, y mi corazón se rompió un poquito en el proceso, y un par
de cosas más que se pueden anexar en esa lista, lo cierto es que esta ha sido
mi mejor época en mucho tiempo.
No lo digo a la ligera, he tenido un año lleno de
bendiciones, incluso la misma enfermedad, de algún modo, lo fue, porque me
ayudo, no solo a de verdad enfrentarme con mi propia mortalidad y entender que
el tiempo no es pendejo y no va a esperar nunca a que yo decida salir de mi
estado de inactividad y chaqueta mental, sino a tomar conciencia de todo el
amor que me rodea y de todas las personas que se preocupan por mí, a quienes, francamente,
no merezco; también tengo un trabajo formal y estable gracias a mi hada madrina
metalera de rizos negros como la más oscura noche, con quien estaré eternamente
agradecido por ofrecerme empleo cuando me encontraba contra las cuerdas y al
borde de lo que podía convertirse en una aguda depresión; aunque no es la única
razón por la que le estoy agradecido, también se convirtió en mi mentor y ha
sido mi paño de lágrimas en más de una ocasión.
Lo cual me lleva al siguiente punto, que es otra cosa con la
que tuve que enfrentarme este año: mi torpeza profesional y la guerra contra
mis manías y las malas costumbres que arrastro, y es que, cuando me dedico a
servir atoles y preparar cafés, soy el mejor, soy un pinche tiburón con quien
sabe cuántas filas de dientes en el hocico sediento de sangre y todos me la
pelan, pero cuando me sacan de ese contexto, cuando me sacan de mi zona de
confort y me sientan en un escritorio con un horario godín con todo y tuppers
de comida incluido, el tiburón, el rey de la mar, se convierte en Dory.
En fin, aquí sigo, en la víspera de un año nuevo en un
momento de mi vida en el que no puedo hacer otra cosa más que estar agradecido
con Dios por darme esta segunda oportunidad (o tercera, o cuarta, no sé en
realidad cuantas veces he estado al borde del agujero porque ni cuenta me he
dado) e intentar hacer bien las cosas, aunque supongo que primero tengo que
averiguar a qué se refiere la gente cuando hablan de hacer bien las cosas, pero
igual lo sigo intentando.
Por lo demás, “la vida sigue igual”, como diría Julio
Iglesias: sigo disfrutando de un buen gin tonic después del trabajo, también de
las hamburguesas y las conversaciones en La Burgueseria de barrio y continuo persiguiendo
esa quimera literaria titulada Tamalero; por otro lado, algo que debo señalar
es que ya no me siento miserable como a principios del 2020 y la persona que
aparece cuando me planto frente al espejo me agrada más.
Gracias a todos, los llevo en el corazón y nos vemos el próximo año.
¡Salud!
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